Un amor dulce, dulce y sencillo, de esos llenos de
pequeños detalles y grandes momentos dignos de recordar. Con silencios que se
rompen con el filo de sus sonrisas o con sus mordiscos, cuando asegura que mi
piel entre sus labios sabe mejor. Y es la mejor sensación, esa que hace que me
tiemblen los pies cada vez que él aparece girando la esquina, por muchos días
que le haya visto o por muchas horas que haya pasado con él. Dependencia a sus
caricias, esas que traen consigo el verano en pleno febrero, y a esas jodidas
manías que me hacen perder los nervios para al final acabar siempre perdiendo el
control. Que nada se le compara, que preferiría mil veces una mirada de esas
suyas de reojo cuando cree que me enfado a unas navidades en New York, un “buenos
días enana” a cualquier canción de amor con dedicación propia. Porque no
necesito vicios caros si tengo sus besos guardados en la curva de mi cuello, ni
necesito a la suerte de mi lado si le tengo a él riéndose del destino aquí,
conmigo. Porque sería imposible no creer en las casualidades cuando tengo a la
más bonita sonriéndome a quemarropa cada dos por tres, pero más imposible sería
no creer en el amor después de uno de sus “te quiero” que calan hasta los
huesos.
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