Aprendemos a andar, a caernos y a volvernos a levantar.
Aprendemos a confiar, a jugárnosla y a apostar sin tener fundamentos lógicos
que nos hagan pensar que vamos a ganar. Aprendemos a querer y a sonreír de
verdad. Nos aprendemos su nombre y sus apellidos, su dirección y hasta los
lunares y cada curva de su cuerpo. Aprendemos a superar los baches, a no
cagarla y nos aprendemos lo bueno de las reconciliaciones. Aprendemos a no
dormir sin sus buenas noches. Pero no aprendemos a olvidar, nadie aprende a
olvidar, y eso debería ser lo primero que alguien nos enseñara. Que aprendiéramos
a dejar de mirar el teléfono esperando que llame, a esquivar miradas que ruegan
a gritos y en silencio un “lo siento”. A olvidar cómo saben sus besos una tarde
de verano o lo que calienta un solo dedo de sus manos recorriendo tu espalda un
domingo en pleno diciembre.
Eso es lo que deberíamos aprender, aprender a olvidar los
recuerdos y nuestros errores, pero no podemos, porque, queramos o no, cada uno
de esos recuerdos y esos errores es lo que hace que hoy vivamos.
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